Macrina cerró la puerta de su casa muy despacio. En su mano temblorosa guardaba las nuevas pastillas recetadas por el doctor.
- Verás como te encuentras mejor, son las últimas que han salido al mercado y con unos resultados excelentes, no olvides tomar una por la mañana y otra antes de irte a dormir.
La voz del galeno había sonado esperanzadora, como tantas otras veces. Sacó el bote de la caja donde iban guardadas y lo colocó al lado de los demás. Desvistiéndose cuidadosamente, dobló su falda sobre el respaldo de la silla de su dormitorio y tras quitarse su blusa negra , su viejo vestido de andar por casa cubrió su ajado cuerpo. No tenía preparado nada para cenar, tampoco le importaba demasiado y acercando su vieja mecedora junto a la ventana de su salón, dejó caer en ella su cansancio y su tristeza. Estaba sola, los hijos habían salido del pueblo hacía tiempo y sus vidas ya no eran compartidas con la suya. Aunque la llamaban de vez en cuando por teléfono con la misma promesa de siempre ...pronto iré a verte, mamá.Cuídate.
No era una mujer de estar comadreando con las otras del pueblo, su vida había sido su marido y el cuidar de sus hijos . Sus recuerdos eran su única compañía y a veces, curaba su soledad, abriendo los cajones de la vieja cómoda, hoy vacíos, acariciando una ropa, ya inexistente.
Cerrando sus ojos se meció lentamente hasta que el reloj dio las once campanadas. Levantándose, fue a la cocina y con un vaso de leche en la mano se acercó al armarito donde estaban sus medicinas. Sacó el nuevo frasco recetado por el doctor, mirando la nueva pastilla milagrosa de un azul intenso .
- Ya tengo de todos los colores- pensó. Y un pensamiento parpadeó en su mente.
-Quizás este arcoiris de tabletas me podría llevar al mismo cielo donde está mi marido. Mis hijos nunca más tendrán que preocuparse por esta pobre vieja.
Con más decisión que con miedo dejó caer en su mano varios de esos pequeños guijarros curativos.
Macrina introdujo en su boca una a una las pastillas, el sabor era amargo y cuando se disponía a beber la leche que había en el vaso, sonó el teléfono. Vacilando se preguntó quién podría llamarla tan tarde... y si era alguna de sus hijos?, y si la necesitaban?
Sacando con cuidado las pastillas de su lengua, descolgó el auricular.
- Abuela?
- Abuela, me oyes, estás ahí?
Su corazón empezó a palpitar.
- Díme, hijo, claro que estoy aquí.
- Abuela, apenas te oigo, soy Raúl!, escucha, he acabado ya en la universidad y he pensado que podría pasar el verano allí en el pueblo, contigo. Así me encontraré con mis amigos de la infancia pero prometo no darte trabajo y darnos esos paseos como hacíamos antes.
Macrina ocultando su temblor , contestó con voz profunda.
- Pues claro que puedes venir, hijo, estaré encantada de cuidar de ti, de cocinar lo que te gusta, de pasear a tu lado...Cuándo vienes, cuándo?
- Abuela, no tendrás mucho quehacer conmigo, te lo prometo, el vivir fuera de casa me ha enseñado a organizarme. El sábado, llegaré en el autobús de las siete.
Macrina llena de felicidad, se despidió de su nieto. Recogiendo todos los tarros de pastillas, parsimoniosa, los fue tirando a la basura.
- Donde habré puesto yo mis rulos calientes?!!- gruñó.
El autobús llegó puntual a la plaza. Raúl, sonriente, corrió hacia su abuela que lo esperaba dichosa con su pelo perfectamente peinado y perfumada de Heno de Pravia...